lunes, 19 de enero de 2009

Alucinación vigésima primera

Uno se levanta y sabe que mamá ya se fue, pero se está seguro de que dejó el beso de rigor en la mejilla antes de irse, también sabe que la llamada de papá al mediodía no hará falta, que la abuela lo va a cuidar a uno durante todo el día y que el abuelo se va a materializar hasta aproximadamente las seis de la tarde.
Son muchas las cosas que se asoman por la mente cuando uno es pequeño: las casas son grandes, las caricaturas y los parques, los estantes de arriba no se alcanzan y hay que recurrir al banquito, los juguetes y el partidito de fútbol, los charcos y las bicicletas, cuidarse la ropa y los zapatos; parece que hay una ley inexplicable que da sentido a todos esos pequeños rituales. Y todo esto se disfruta íntimamente. Todo se asemeja a una dulcería sin dulces, a una dulcería de momentos y objetos que no se entienden pero que están ahí repitiéndose cíclicamente. Esos son los recuerdos de mi infancia, recuerdos del mediodía para abajo, porque la mañana encierra un secreto o algún encanto que parece borrar mi memoria matutina.
Subir de pronto a la casa de la abuela en el auto de carrera tamaño gigante que se recibió en la navidad y decirle cuánto se le quiere, luego bajar, pedaleando con todas al fuerzas (porque el auto se mueve por impulso de pedales), para llegar a la casa de la otra abuela y decir que el mensaje ya fue recibido con éxito, seguidamente se revisa el caucho de las ruedas que empieza a salirse debido a la velocidad monstruosa con la que se transitaba la acera. Media hora más tarde las caricaturas, acompañadas por el jugo en caja y la galleta de chocolate, también la espera de la mamá que ya viene de trabajar. Cuando mamá llega se sale a jugar otro rato, como celebrando que esa figura que tanto se aprecia y se quiere ya está en la casa; se oye, de vez en cuando, su voz que nos llama diciendo que no quiere que nos alejemos, que tengamos cuidado con el auto por los peatones que transitan la acera, no te subás al árbol y no peleés con tus amigos, vení que ya es hora de cenar. Para el momento de la cena el abuelo hace preámbulo de su aparición con el silbido desde la esquina, entonces uno se levanta del asiento y escucha la puerta abrirse y él se aparece parado esperando el abrazo, lo abrazo y después se saca un dulce del bolsillo. El mundo se vuelve a llenar con otro dulce, otra alegría tan pura. Ya en la mesa se juega con la comida, mamá habla con los abuelos, la abuela da razón del comportamiento de uno durante el día, yo comento lo que platiqué con papá, mamá dice que tengo que portarme bien y el abuelo afirma que no es necesario dar instrucciones de comportamiento, que uno es un pan de Dios.
Así suceden doce días seguidos. El treceavo día aparece papá en la entrada del pasaje, entonces mamá me suelta la mano para poder salir corriendo desde la casa y saludarlo, papá me toma por la cintura y me lleva chineado hasta la casa. Ya dentro de la casa papá saluda con un beso a mamá y después se dirige al abuelo y a la abuela, se sienta en el sillón de la sala y mete las manos en la maleta que trae. Los ojos se le abren a uno de par en par y saca un juguete, tal como prometió. Y la vida en mi casa se parecía a una piñata quincenal, pero sin lo de cumplir años.

*Sí, recuerdos de infancia.

5 comentarios:

Raúl Marín dijo...

Esto ya me lo habías mostrado, verdá Julio Cortázar resurrecto??
:D

Esebloguero dijo...

¿Y las caricaturas de supervacaciones?

YC dijo...

Eso me hizo recordar algunas cosas de la infancia que casi había olvidado.

Anónimo dijo...

Hey dude, este es mi nuevo blog. Solo le he puesto un dibujo... pero apenas es un bebé

militodias360 dijo...

eeeeeeeeeeeeeeee????...
en cuanto te pasan la mota.
no es broma, te gusta navegar por los arresifes trillados de la mente verda?