miércoles, 24 de septiembre de 2008

Alucinación Décima Cuarta.

Todo tragamos con dificultad y nos quedamos viéndonos los unos con los otros, sorprendidos, pasmados. Entonces el silencio hizo su agosto. Nadie esperaba aquella pregunta. Ella volvió a repetir la pregunta.
—muchachos ¿le pasó algo a Ernesto?
Nosotros no sabíamos de Ernesto, apenas si lo habíamos visto una o dos veces en el verano. Ernesto debía estar bien, no había razón para que no lo estuviera, en todo caso era normal que se ausentara los veranos.
—No lo sabemos, parece que se fue a vivir a El Tala —dijo Julio, como queriéndolo decir fuerte para que se nos quitara el miedo de la cara, para reaccionar y caer en la cuenta de lo que estábamos haciendo. Pero no, se le cortó la voz a media afirmación, afirmación que era suya y no nuestra. Quizás nosotros sí sabíamos de él.
Para mí que Ernesto no soportó ver a su madre así. En realidad no creo que nadie pueda hacerlo. Madre es un título sagrado, no tanto ganado por la mujer en sí sino que otorgado por los hijos. Las madres pertenecen a los hijos, son una propiedad, casi extensión —pero al revés— de éstos. Y en medio de ese noble título estábamos nosotros: futuros heresiarcas de no haber sido por la pregunta o por Ernesto.
—¿A El Tala?
Sí, a El Tala, afirmé para mí mismo, contestándole la pregunta a ella. Ella debía saber o suponer que Ernesto iría hacia allá, era su madre, las madres siempre tienen una idea de donde estas sus hijos, claro que tenía que saberlo, más con el carácter predecible que él tenía. Lo raro de toda esta situación es que Ernesto, siendo mejor amigo de todos nosotros, no nos dijo que se iba. Y se fue, el mismo día que vino su madre.
—Pero si me dijo que estaba mal, que no sabía qué hacer. Le perdono que no quiera verme así, como una puta, claro que se lo perdono. Pero sigo siendo su madre, soy su madre…
Y no pudo más. Llanto. Ya no era el silencio, era el llanto el del agosto. Y aquella salita pareció encogerse infinitamente con la palabra puta, nosotros —mejores amigos de Ernesto—, la madre y su llanto.
—¿Cuál es el alboroto se tienen aquí? sabía que no debía dejarlos entrar. Sálganse. Váyanse —nos dijo el turco. Y dicho y hecho, no fuimos.
Estando afuera nadie dijo nada, ni Aníbal ni Julio ni yo, todos nos subimos al carro en silencio. Ahora las ideas y los pensamientos se nos venían como flechas. Me sentí despreciable por lo que quise hacer, no tanto por lo que la acción encierra sino por quién iba a ser parte de la acción. Y no solo yo: los tres mejores amigos con la misma mujer, madre de Ernesto. Fue en ese instante que todo se volvió claro.
—Julio.
—Aníbal.
Y mi nombre, los tres nos llamábamos al mismo tiempo con los ojos bien abiertos, estupefactos, entre coléricos y asombrados. Ahora Ernesto era más despreciable que nosotros. Caímos en la cuenta de que Ernesto no nos miraba a los ojos antes de irse, apenas si nos hablaba. Ernesto sí supo que hacer —y no como dijo su madre—: por eso nuestras madres tampoco podían vernos a los ojos desde hace algunas semanas. Definitivamente hizo con ellas lo que nosotros no pudimos con la suya.

*La alucinación aquí presente nació de una tarea que me dejaron. ¿Y qué creo yo que pasa en La madre de Ernesto? esa era la tarea. Me pareció correcto hacer una pequeña historia aparte del cuento, para explicar que pasaba. Para referirse al cuento original: "De los mundos reales", La madre de Ernesto, Abelardo Castillo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

yey este es el q me leiste q me gustoo esta chivooo mas q todo el finall :D:D

Anónimo dijo...

Notable... realmente notable...
Las vueltas que da la vida...

Anónimo dijo...

La capacidad que tienes para sumergirnos en tus letras me ha cautivado. Una narrativa que me lleva a recordar que no he llamado a mi madre... ya mismo lo haré.

Un abrazote!